by Efrén Ynzenga Martínez
El ser humano ansía aventuras y experiencias intensas, pero hay algunas que es mejor mantener en el mundo de las ideas. Que este testimonio sirva para disuadir a todo necio con aires de grandeza y aspiraciones de fama. Que mi supervivencia y la de mis compañeros muestren al lector que los animales no son lo único que acecha en ese maldito infierno verde que llamamos Amazonas. Que todo el mundo sepa lo siguiente: en ciertos recovecos de este universo, allá donde ni el sol ni el aire han anclado sus reinos, allá donde la Naturaleza teme mirar, hay secretos a la espera de ser oídos, pero que jamás deben investigarse. Si lograran escapar de sus mohosas prisiones, nuestra realidad viviría una muerte agónica. Lo que vimos, lo que contaré a continuación, no es una mera historia de viejas sobre brujas y chamanes. Hay fotos, pruebas gráficas concluyentes, de lo que diré, y serán reveladas muy pronto. Así podréis finalmente ver que mis palabras no son en vano. Palabras que han de plasmarse en tinta, a pesar de lo que ello conlleva para mi alma.
Antes de comenzar con mi relato, me veo obligado a aportar el contexto para toda persona que lea esto, sin importar si es en unos días o en unos años. Semanas previas a nuestra expedición, el 13 de agosto de 1943, el conocido doctor Obadiah Gavinski, oriundo de los Estados Unidos de América, tuerto y sordo de nacimiento, inauguró una campaña arqueológica en el Amazonas, cerca de la punta de Mato Grosso, a varias decenas de kilómetros de Boa Vista. Cuarenta hombres, nueve todoterrenos, provisiones para mes y medio, y tres guías locales fueron lo que se llevaron al interior de la jungla con la intención de excavar un yacimiento precolombino. Este, en sus orígenes, pertenecía a una cultura conocida como Chäk-Uh, bastante anterior a los mayas y aztecas y que habitó las selvas al igual que ellos. Debo admitir que soy bastante ignorante en cuanto a lo histórico, pero sé que esta cultura construía pirámides de piedra, al igual que todas las demás. No obstante, a diferencia de estas, su orientación era extremadamente anormal: la pirámide se construía hacia abajo, como una punta de lanza empalando la tierra, y llegaron a tener varias decenas de metros de profundidad. El doctor Gavinski tenía la esperanza de poder encontrar respuestas al gran misterio de la súbita y violenta desaparición de la cultura de Chäk-Uh. Ojalá nunca lo hubiera hecho.
El 3 de septiembre, a las 10:40 de la mañana, recibimos una señal de auxilio en nuestra comisaría. El contenido era… difícil. He trabajado en muchos casos en los que la crueldad y lo grotesco destacan por encima de todo, especialmente en mis primeras intervenciones. Y por primera vez desde hacía tantos años, un gélido escalofrío se clavó en mi nuca. De la radio empezaron a surgir alaridos maníacos que proyectaban una imagen de agonía e histeria sobre la sala. Ni una sola palabra coherente pude distinguir en ese mosaico de cacofonías, donde la granulada calidad del audio impedía saber qué demonios estaba pasando. Una vez que pararon los gritos, fueron varios los minutos en los que estuvimos en absoluto silencio, mirándonos, sin saber si lo que habíamos oído era siquiera real. Aún más tardamos en confirmar que la señal provenía de la expedición de Gavinski, en las coordenadas que él nos había facilitado. Algo iba mal. Muy mal. Había que ir a por ellos. Ahora era cuestión de trazar un plan de acción.
Marcando la ubicación aproximada de la expedición en el mapa de nuestra oficina, decidimos que la mejor manera de llegar al sitio era en todoterreno, pues así habían ido ellos hasta allí. Llevamos el material necesario a los coches: cuatro agentes en cuatro todoterrenos, que se podrían usar como transporte médico de emergencia. No tardamos en emprender el camino, uno bastante accidentado debido a los obstáculos por los que la jungla nos obligaba a ir. A diferencia del resto de nuestros numerosos y cotidianos trayectos, este se hizo en silencio, nuestras voces robadas por la sombra de un presagio al que, poco a poco, nos estábamos acercando. Y así fue como, eventualmente, llegamos.
Con sus faldas lamidas por las lágrimas del Amazonas, el cerro se erguía en escarpada silueta sobre todos nosotros. El acceso era ya imposible para los todoterrenos, así que lo mejor fue tomar lo más importante y emprender la empedrada subida. A pesar de no superar los veinte metros de altura, llegar hasta el campamento asentado ahí arriba fue agotador. Fue ahí, a medio camino, que me di cuenta de algo que nos encogió el estómago: ni los cantos de las aves ni el chirrido de los insectos acompañaban el lamento de nuestras pisadas. La Naturaleza misma orquestaba un sepulcral silencio, pues había huido de lo que estábamos a escasos metros de descubrir. Unos pocos pasos fueron los que necesité para entender por qué.
Ojalá pudiera parar ahora mismo. Dejar la pluma sobre el papel, romperlo y huir a visiones más agradables. Deseo vomitar al recordar esa… escena. Pero tengo que continuar. La vida de muchas personas podría depender de esto, de que un testimonio casi demente derrumbe el ánimo de los bravos e insensatos. Así me lo prometí y así lo haré.
Al principio, pensaba que estaba soñando, que ante mí se abría un febril paisaje onírico que simplemente no podía ser real. Pero, a pesar de que intentara perderme en las corrientes del autoengaño para proteger mi cordura, no podía evitar la realidad. Mis compañeros no lograron reprimir el impulso de sus estómagos y vomitaron sobre el fango una ducha de restos ácidos y fragmentos de comida a medio digerir. No puedo culparles. Frente a nosotros se encontraba un sangriento cenagal de cadáveres mutilados que daban muestras de un frenesí de violencia y crueldad sin parangón. Esto no era obra de ningún animal. Ni siquiera sabía si era posible que pudiera ser obra de la demente mano del hombre. Eso solo podía ser producto del mismísimo Demonio.
Decir que los miembros de la excavación estaban desfigurados es decir poco. Todos y cada uno de ellos mostraban la misma atrocidad cometida: empalados tanto en los oídos como en los ojos con un sinfín de objetos y herramientas. Ramas, cinceles, piquetas, bolígrafos… e incluso sus propios dedos amputados. Era imposible saber hasta qué punto eran heridas causadas por otras personas o por ellos mismos. En sus rostros se dibujaban muecas estiradas a extremos imposibles, como si segundos antes de morir, sus gritos hubieran sido tan intensos que sus mandíbulas se habían retorcido y dislocado. Qué clase de frenesí asesino debió de invadirlos, uno capaz de darles una fuerza tan sobrehumana que pudieran romper el hueso del cráneo con meros dedos y lápices, era algo a lo que no podíamos encontrar respuesta alguna. No obstante, fue ella la que nos encontró a nosotros poco tiempo después.
Grande era el terror en nuestro interior, pero mayor era el sentido del deber que teníamos hacia quienes pudieran haber sobrevivido. Eso me decía a mí mismo una y otra vez. Ojalá fuera verdad. Cada día estoy más convencido de que no. A mis piernas no las movía el deber. Era algo más, algo que nos empujaba poco a poco al epicentro de la demencia. Mis compañeros sintieron lo mismo. Impulsados por Dios sabe qué, empezamos a tomar fotos de la escena, rutina casi automática en el resto de nuestros casos, pero que en este tuvo que ser realizada a conciencia. Tras las fotos, contamos el número de muertos. Treinta y nueve cadáveres plagaban el lodazal. Faltaba un solo miembro, alguien que podría haber sobrevivido a todo aquello. Tardamos minutos en comprobarlo, debido a la dificultad que suponía reconocer rostros mutilados, pero efectivamente, era el doctor Gavinski quien no se encontraba entre las víctimas de aquella carnicería. Aún había esperanza, algo que aflojó ligeramente el miedo que estrujaba nuestras almas para que se abrieran paso la determinación y el valor que necesitábamos.
Lo primero que teníamos que hacer era buscar alguna pista sobre su paradero. En ninguna de las tiendas, laboratorios o áreas de intendencia encontramos a nuestro superviviente. La masacre se había extendido por todo el lugar. Por suerte, encontramos una pista al llegar a la espaciosa tienda personal del doctor Gavinski. El suelo estaba cubierto de muebles rotos, baúles abiertos y ropa tirada por todas partes. En su escritorio, había documentos importantes arruinados por la tinta derramada de un bote cercano. A los pies de este, piezas arqueológicas guardadas para un posterior estudio. Al agacharme para verlas, me di cuenta de que nacían ahí mismo unas huellas que no se dirigían hacia la entrada, como uno pudiera esperar, sino que salían por una de las paredes traseras. El doctor Gavinski había huido rajando la tela de la tienda de campaña, tal vez para evitar el enjambre de muerte que le esperaba ahí fuera. Atravesando el agujero, seguimos brevemente las huellas en el fango hasta que levantamos la vista para ver qué rumbo seguían. No se había adentrado en la selva ni intentado huir en uno de los todoterrenos. El doctor, por Dios sabe qué motivo, se lanzó en carrera hacia la infame pirámide de los Chäk-Uh, clavada en la tierra como una burla a las construcciones de otras culturas cercanas. Ninguno de nosotros quería acercarse a aquel mastodonte de piedra parda, pero teníamos que hacerlo. Era nuestro deber.
Poco tardamos en encontrarnos ante la sombra de ese caparazón de rocas ciclópeas, con musgos decorándolo como las algas que invaden las corazas de criaturas centenarias, rasgando la piel de la Tierra hacia insondables profundidades. El espesor de la jungla ocultaba recelosamente la auténtica longitud de aquella bestia arquitectónica, pero seguramente superaba el estadio y medio. Esas dimensiones no hacían más que inundarme de dudas sobre cómo demonios alguien podría haber hecho un monumento tan descomunal con meras herramientas de madera y piedra. La entrada se erguía retorcida y corroída, fauces marchitas de un depredador que envolvían una brecha abisal, en cuya negrura nacía la muerte de toda valentía y bravura que pudiéramos tener. El aire húmedo que emanaba de su interior nos hacía creer que esa maldita pirámide respiraba, moribunda, a la espera de unos idiotas como nosotros. Con unas linternas de envejecida calidad y la bolsa de materiales a nuestra espalda, nos sumergimos en la noche artificial de la pirámide de Chäk-Uh.
Aún más musgoso era ese pasadizo cuyas tonalidades parduzcas habían sido invadidas por un limo espeso y resbaladizo, sepultando los jeroglíficos que pudiera haber tenido tiempo atrás. La humedad del aire sustituía el sudor de nuestra frente con una legión de densas gotas, haciéndonos sentir que tendríamos que empezar a bucear en cualquier momento. A los pocos giros de esquina, nos dimos cuenta de que todos eran a la derecha. Estábamos descendiendo, caminando por una espiral que se hacía cada vez más estrecha, girando cada vez más rápido. El aire portaba como estandarte una pestilencia de óxido, encerrado ahí desde tiempos olvidados. Fue entonces que decidimos ponernos las máscaras antigás ante el peligro que un olor tan marcadamente ácido suponía para nosotros, ya fuera un gas letal o una reacción química peligrosa. Tanto el abrazo de las sombras, que apretaba cada vez más nuestras linternas, como el vaho que la humedad formaba en las lentes de las máscaras debilitaban nuestra visibilidad, como una risa ahogada por los vientos de un huracán. Con esa neblina lamiendo nuestros ojos, tanteamos a duras penas un obstáculo insalvable que cercenaba el camino súbitamente. Un derrumbe impedía seguir ahondando en la espiral de piedra. Fin del viaje. Eso era lo que más ansiaba nuestro corazón. Pero entonces, algo sucedió. De entre las cicatrices de las rocas derrumbadas empezó a emanar un sonido suave y seco. No había duda alguna. Alguien, al otro lado de los escombros, estaba llorando. Alguien aún vivía. Y ese alguien era el doctor Gavinski.
El terror parasítico que sentíamos huyó a las sombras al iluminarnos ese pequeño rayo de esperanza. Muchas dudas comenzaron a asaltarnos. ¿En qué estado estaría el doctor? ¿Estaría malherido? No importó lo mucho que gritamos, no obteníamos respuesta más allá de un continuo lamento. Tenía sentido. El doctor era sordo. ¿Cómo podríamos hacerle saber entonces que estábamos allí? ¿Sería posible retirar todos esos escombros? Algunas rocas pesarían centenares de kilos. Uno de mis compañeros, cuyo nombre ha de permanecer en el anonimato, tuvo una arriesgada idea: abrirnos paso a través de las rocas con cargas controladas de dinamita. Me pareció una locura. No sabíamos si el sitio era lo suficientemente estable para soportar las explosiones. Corríamos el riesgo no solo de herir o incluso matar al doctor, sino acabar con nosotros mismos. Podíamos terminar siendo otros cadáveres más en ese sitio maldito. Tenía que haber otro modo, pero no tardé en cambiar de idea. Ese llanto al otro lado de las ruinas se debilitaba. Segundo a segundo, esa muestra de esperanza a la que nos aferrábamos como un náufrago a su balsa en mitad de la tormenta se apagaba. Teníamos que actuar ya. Mi compañero salió corriendo al exterior, diciendo que la dinamita que necesitábamos estaba en la tienda del doctor Gavinski, que no tardaría en volver. Efectivamente, cumplió su palabra. Equipándonos con protectores para los oídos y manteniendo una distancia segura, activamos las cargas de dinamita. Retumbó el alma misma de la tierra y una marea de polvo y guijarros inundó los túneles. Las máscaras evitaron que nos asfixiáramos en aquella atmósfera, y tras comprobar que el camino estaba nuevamente libre, nos lanzamos a la carrera. Ojalá no lo hubiéramos hecho.
Ante nosotros se abría una sala cuyas paredes no llegaban a acariciar los rayos de nuestras linternas. Cientos de pilares sostenían la estancia, una jungla de piedra y granito debajo de la de madera y barro. El aire estaba tan cargado que varias de las linternas se rompieron como si las hubieran tirado al mismo Amazonas, completamente llenas de agua. Solo un par resistieron ese ambiente y nos proporcionaron una luz moribunda que apenas podía apuñalar la oscuridad. El sollozo incrementó entonces su fuerza. Ahí fue cuando me di cuenta de que había algo en medio de la sala. A medida que nos acercábamos pudimos ver qué era exactamente esa cosa: una grotesca estatua negruzca, de contornos y formas desagradables y exageradas, se levantaba varios metros sobre el suelo como un demonio guardando su morada. Un extraño bulto se abrazaba a sus rodillas, intentando rodearla con ambos brazos en vano. Avanzamos unos cuantos metros más para tener total claridad de la escena. El lamento era mayor y mayor con cada paso, el aire más denso y el olor a óxido más ácido y asfixiante. La garganta se me cerraba y los ojos me lloraban, pero tenía que seguir caminando. Tenía que saber si esa figura agazapada con desesperación era el doctor. Tenía que ver que estaba bien. Era mi deber. Siempre me arrepentiré de haberlo hecho.
Cuando llegué junto a la figura, noté que algo iba mal. Estaba completamente inmóvil. No se movía al llorar, no se movía al respirar. Me agaché para ver qué era lo que le ocurría. Fue ahí cuando me invadió el terror. Era el doctor Obadiah Gavinski, sí, reconocible por el parche que tenía en su ojo izquierdo. Pero ahí se acababan las semejanzas. Su piel parecía cuero seco, su ojo bueno era un pozo rezumante de mugre, y su boca, un accidente de dientes descolocados y podridos. Su ropa era apenas hilos colgantes. Todo ello, un blasfemo retrato del hombre al que habíamos venido a rescatar. Eso ya no era una persona. Era una momia reseca y demacrada. Y lo peor de todo… es que aún estaba llorando.
Me levanté rápidamente. Quise salir de ahí tan rápido como fuera posible. Lo que veía era imposible. En medio de mi estado de pánico, le di sin querer un golpe a la condenada estatua detrás de mí. Eso lo despertó todo. De pronto, una fortísima vibración nos recorrió el cuerpo a todos. Nos caímos al suelo mientras un pitido nos cortaba los tímpanos y nos enredaba las entrañas. Noté cómo mi visión se reducía a un túnel. No veía nada, pero lo sentía todo. Y en medio de esa oscuridad, lo vi. Esa criatura, por llamarla de alguna manera, parecía hecha de una sustancia rugosa y dura, pero amorfa y gelatinosa al mismo tiempo. Su cráneo —o eso creo que era— estaba repleto de tendones gangrenados, unos claramente expuestos, y de venas palpitantes, algunas colgando y separadas de la piel. Tenía forma de V, similar a las coronas de los antiguos faraones egipcios que tantas veces vi en libros ilustrados cuando no era más que un crío. No obstante, cada mitad de aquel ser era completamente distinta de la otra.
De su mitad derecha brotaban innumerables apéndices y tentáculos en donde nacían y morían millares de ojos de todas las formas y dimensiones que uno puede imaginar, con pupilas que salían de un ojo para introducirse en otro, y que se movían burlándose de toda ley natural que pueda existir. En su otra mitad, la izquierda, brotaba un inmenso tendón, grueso y sangrante, que conectaba con lo que tan solo puedo suponer que era la parte trasera del cráneo. De este brotaban otras réplicas más pequeñas que se anclaban donde les fuera posible e imposible. Enredado entre todos ellos había una especie de membrana, capa o piel —Dios sabe qué era aquello— que se movía con vida propia. Era la más espantosa y nauseabunda representación del concepto mismo de tripofobia. Bajo esa corona de caos blasfemo y burbujeante, vi un par de ojos entrecerrados, cuyas pupilas parecían haber estallado y tomado la forma de una mancha de tinta en un profundísimo mar de tonos cerúleos y violetas. Alrededor de ellos giraban y se retorcían orejas humanas en una danza asíncrona, bajo las cuales colgaba una hilera de dientes decorados con trozos de carne muerta. Desde el centro de esa hilera se elevaba una estrecha franja repleta de agujas contraídas, como si en mitad del rostro tuviese una horrorosa cremallera que abría ese cráneo en dos.
Pudieron haber pasado segundos o años. Perdí el concepto del tiempo al verlo, encogido por lo que ante mí se manifestaba. Y de pronto, ese trance se mitigó. Mi visión escapó de ese túnel, y mis músculos retomaron el control, permitiéndome levantarme con gran torpeza y esfuerzo. La cabeza me seguía vibrando y los oídos me sangraban, pero poco a poco recuperamos la fuerza. Ayudándonos los unos a los otros y obedeciendo al más intenso de los instintos, huimos de allí. No había nada ni nadie que salvar salvo a nosotros mismos. Corrimos desesperadamente hacia los túneles ya recorridos, momento en el que otro de mis compañeros tomó el resto de dinamita y la lanzó al umbral de esa maldita sala. Con un necesitado empujón que nos regaló la onda expansiva, subimos las rampas y doblamos todas las esquinas hacia la izquierda mientras sentíamos cómo todo colapsaba detrás de nosotros. Finalmente, llegamos al exterior. La pirámide entera empezó a hundirse sobre sí misma, y de ella emergió un grito de ultratumba que nos maldecía entre alaridos antes de morir y ser sepultado por la tierra. Quisimos pensar que ese chillido era el de las rocas chocando entre sí, pero sabemos perfectamente que no. Ese sonido no era natural, pero tan pronto como vino, se fue.
Nos quitamos las máscaras y los protectores de los oídos, y respiramos profunda y agitadamente durante minutos, saboreando el aire amazónico a pesar de estar contaminado por la sangre que nos rodeaba, gozando ver con claridad el azul sobre nuestras cabezas. Ahí fue cuando comprendí: esas pobres almas, en algún momento de la excavación, dieron con la estatua y liberaron el caos sobre el campamento. No querrían oír más ese pitido ni ver a la derretida figura ante ellos. La única salida era la muerte. Tal vez nos salvamos porque íbamos protegidos. O tal vez no. Tal vez él estaba jugando con nosotros como un niño torturando insectos inferiores a él. No sé por qué, pero vivimos. Vivimos, pero a un gran precio.
Tras volver, dimos noticia de todo lo sucedido en comisaría. Algunos no quisieron creernos, pero otros tantos se retiraron a sus montañas de papeles, temerosos de nuestro reporte y de lo que habíamos encontrado. Los rumores sobre un aciago destino en un lugar recóndito de la selva comenzaron a llenar las calles. Rumores sobre espíritus a los que no hay que enfadar y sobre castigos de sangre ante quienes lo hacen. Pero yo sé la realidad. Da igual que la pirámide no exista ya. Él vive. En mis sueños. Se alimenta de mí y me devora la espina dorsal mientras me ofrece visiones. Vive en las sombras de la calle y de mi casa, mostrándose por el rabillo del ojo para seguir jugando conmigo. Quiere llevarme con él. Quiere castigarme por lo que hicimos. Esa pirámide no era un templo sagrado ni nada por el estilo. Era una cárcel para él solo. Y ahora está libre. El doctor Gavinski intentó detenerlo, pero no lo logró. Ahora yo soy el siguiente. Tengo sed. Tengo mucha sed. Intento beberme las lágrimas constantes de mis ojos, pero no puedo. Se me seca la piel. Oigo cómo cantan: “Chäk-Uh, Chäk-Uh”. Vitorean su nombre. Claman venganza. No puedo permitírselo. Una vez envíe este testimonio, lo haré. Tengo en mi mesilla una bala con mi nombre. Si la pirámide fue su cárcel, yo seré su tumba. Que Dios se apiade de mi alma.