by Alex Roseman
El primer día es un día tranquilo, calmado como la calma que precede a la tormenta, calmado como el susurro de uno, dos, tres, contando los segundos entre el rayo y el trueno. El rayo, porque el árbol que golpeó la casa vino de arriba, y porque fue acompañado por la lluvia, que hizo más daño a la casa de lo que jamás podría haber hecho el rayo. El trueno, porque dentro de siete días la casa necesita una limpieza total, para que los residentes—el padre, la madre y el niño—puedan mudarse a Filadelfia. En el séptimo día, los agentes de mudanzas vendrán y embalarán todo lo que no esté clavado, y luego sacarán los clavos y los embalarán también, además de los muebles. Sacarán los azulejos de los pisos y los pisos de la estructura, sacarán los cables de las paredes y pondrán cables nuevos, reemplazarán lo que está roto y lo que ya no sirve.
Pero el primer día es tranquilo. Se supone que el niño va a limpiar su cuarto. Los padres trabajan constantemente. Llaman a la compañía de seguros, a los constructores, al correo, a Airbnb y a la compañía de seguros otra vez. Los padres son asombrosamente educados, dado el estrés que sufren, aunque el niño preferiría que fueran más educados, porque hay diferencias en las normas de comportamiento entre un niño de 21 años y sus dos padres, quienes tienen derecho a Medicare.
Para aclarar, en general, un niño de 21 años no es un niño, legalmente o de otra manera, y el niño aquí no es una excepción. Asiste a la universidad, y el verano pasado, cuando el árbol golpeó la casa, el niño vivía solo en Alemania y cocinaba todas sus comidas. Pero ahora el niño, que en general ya no es un niño, no está en Alemania, sino en el suburbio en el que creció, pasando el receso de invierno con sus padres. Y, como un niño, no quiere limpiar su cuarto.
En el segundo día, la madre produce unas cajas y bolsas para donar: unas para una escuela cercana y otras para amigos de la familia. Es la tarea del niño inventariar las cajas y bolsas, y confirmar que los juguetes, libros y suministros de arte funcionan. Descubre entre las pinturas y marcadores algunas cosas interesantes:
Dos autitos solares e idénticos, del kit de ciencias, construidos pero no usados.
Dos aviones de styrofoam, con motores y alas rotos, que no se pueden donar, debido a las alas.
Una colección de treinta y dos lápices sin punta.
El último es, de hecho, la colección de lápices sin punta del niño, que había desarrollado desde el primer grado, cuando se dio cuenta de que recibía lápices de los maestros por cada fiesta—con corazones por el Día de San Valentín, con calabazas por Halloween, con copos de nieve por las fiestas que incluyen la Navidad—y que estos lápices eran inferiores a los lápices amarillos del número dos para escribir.
Cuando era niño de verdad, los lápices tenían poderes y personalidades. Uno de rojo y blanco en espiral podía emitir radiación. Uno dorado podía desviar todo. Los de Halloween (había muchos) trabajaban juntos. Ahora llevan cinco años en una taza. Aun así, al niño le llega una sensación de pánico por la idea de perderlos. Ellos se mueven a otra caja, para guardarlos.
Se donan las pinturas y los marcadores, los carros solares y Química para Niños, pero no los lápices sin punta.
En el tercer día, el niño ayuda a su padre. Su primer trabajo es escribir ROSEMAN (el nombre de la familia) en letras grandes en todas las cajas de la casa. Después, empaqueta el contenido de un estante, unos libros y papeles. Hay dos tipos de documentos.
La primera mitad son libros y papeles de viaje, para lugares, piensa el niño, que sus padres ya han visitado y nunca más van a visitar. Hay guías de Barcelona de 2017, folletos de las maravillas de Costa Rica de 2009 y mapas de India de 1998, años antes de que el niño naciera. Pero pertenecen a los padres, no al niño, y entonces todos se colocan en una caja, etiquetada ROSEMAN, para conservar.
Los otros son de música: libros y papeles con partituras que hace tiempo podía tocar el niño. Los libros se guardan: están en buenas condiciones y posiblemente algún otro niño podría aprenderlos. Los papeles se consideran y se reciclan. Aunque hace años el niño los guardó, actualmente entiende que nunca va a tocar la música de Frozen, y que hay otras maneras en las que podría aprender acordes con seis notas.
Por la noche, ayuda al padre a mover unas cajas pesadas. Ha sabido desde hace años que es más fuerte que su padre, pero ahora lo frustra. Su padre tiene una herida en el dedo, pero insiste en llevar las cajas pesadas, o en que el niño y su padre compartan el peso, mientras el niño podría llevarlas por sí mismo. Permíteme ayudarte, piensa.
En el cuarto día, el niño y su madre limpian el sótano. No es la actividad preferida por cualquiera de los dos. La madre preferiría permitir que los juegos, los libros, los legos medio construidos y las holofoil carcasas de paquetes abiertos de cartas coleccionables de Pokémon se descompusieran para siempre, enclaustradas en la tierra. El niño preferiría hacer sus tareas de la universidad y jugar videojuegos con sus amigos. Pero hay que limpiar la casa, así que los dos, a regañadientes, empiezan a clasificar los objetos.
Para el niño, se empieza fácil y formulado. Tiene un proceso. ¿Usaré esto en los próximos diez años? pregunta a cada caja. Los afirmativos se guardan; los otros, se pasan a la madre, quien hace su propia pregunta y los coloca en cajas para guardar o donar.
Con el tiempo, el niño encuentra su primera dificultad: cinco juegos de Monopoly, obtenidos en ventas de garaje. Hace años, el niño había creado un juego nuevo, al que llamó “Monopoly de Multi-universo,” y como resultado, las fichas estaban completamente mezcladas. En realidad, estaban organizadas para el juego de “Monopoly de Multi-universo,” pero el niño cree que no jugará “Monopoly de Multi-universo” dentro de diez años y, por lo tanto, los monopolios deben desintegrarse.
Sin embargo, dentro de menos de una hora, la tarea se acaba. El Monopoly de Snoopy está completo, y también el Monopoly del Mundo y el Milleniumopoly. Al Monopoly clásico le faltan unas fichas, pero es más o menos apto para jugar. Al Monopoly de Pokémon le faltan muchas fichas, pero el niño piensa que a un niño al que le encantan los Pokémon, como él hace muchos años, las fichas perdidas no le importarían mucho.
En el quinto día, la madre y su hijo siguen limpiando el sótano. Muchas cosas se colocan en cajas, pero de todas, el niño solo va a recordar una.
Hace años, el niño guardó sus Legos. Las estructuras de los Legos le importaban, así que colocó las torres, fortalezas y astronaves con cuidado en unos contenedores para preservarlos. Algunos legos no fueron guardados, y ahora deben serlo, pero no caben en el contenedor. Sin pensar, el niño saca una estructura de Legos del contenedor y la rompe. Luego, coloca todos los legos en el contenedor y lo cierra. No es una decisión—obviamente el niño no va a usar los legos dentro de diez años—pero el momento de romper se repite una y otra vez en su mente.
En el sexto día, el último día antes de que lleguen los agentes de mudanzas, el niño limpia su cuarto.
Encuentra una calavera de cocodrilo, que recibió como regalo de cumpleaños y que nunca determinó si era verdadera o falsa. Encuentra el nido de un petirrojo, con tres huevos azules y rotos. Encuentra los libros de su niñez: Percy Jackson, Ranger’s Apprentice, Doctor Seuss y otros, los cuales el niño no va a leer dentro de diez años, y no quiere. La liquidación casual sorprende incluso a sus padres.
–No eres como yo –dice el padre–. Me apego a las cosas.
–¿No te sientes triste? –pregunta la madre, poniendo los libros de Dr. Seuss en una caja para guardar–. Has leído estos libros tantas veces.
Encuentra tiras de espejo para un caleidoscopio, pelotas saltarinas de una máquina expendedora en el Franklin Institute, una caja de cerdito que decía “¡Feed me! ¡Feed me!” cuando se empuja su cola, un bolígrafo vacío con forma de lagarto, cuadernos de secundaria que había guardado pero que actualmente se da cuenta de que no necesita, papeles con escritura que no recuerda, una memoria USB, un peluche de rana que su ex novia había cosido, un calendario page-a-day con un avión de papel para cada día, un cómic que dibujó en tercer grado, un pequeño juego magnético de ajedrez, un ‘Space Marine’ miniatura pintado por un amigo, un teléfono antiguo de su padre, el cual dejó de funcionar antes de que el niño naciera, un patito amarillo, una baraja de cartas, una gema de plástico, una pulsera, unas monedas.
Es demasiado. El niño tira lo que puede, toma algo y deja lo demás. Esa noche, la familia duerme en Filadelfia.
En el séptimo día, el niño se despierta en la nueva casa temporal en Filadelfia.
¿Qué queda del niño?
Una rana, cosida por su ex novia, con la que no ha hablado en más de un año.
Una pulsera de calaveras pequeñas de plástico, de su primera amiga, que traía como un dispositivo de fidget, y a la cual le falta una calavera porque todo lo que toca el niño se rompe con el tiempo.
Un laptop, un cargador, un móvil, otro cargador, un alargador eléctrico, una cartera, pasta dentífrica, un cepillo de dientes, hilo dental y un retenedor ortodóntico.
Un paquete de mango deshidratado, que va a desaparecer dentro del día.
Dos padres y un cangrejo ermitaño.
Dos pulmones, dos riñones, dos ojos, un corazón, casi cien mil millones de neuronas, diez dedos y doscientos seis huesos.
Al otro lado del río Delaware, cruzando el puente de Benjamin Franklin, los agentes de mudanzas llegan a la casa del niño y de sus padres. No se limpió la casa completamente; hay algunos libros todavía en los estantes y unas cajas sin la marca de ROSEMAN. Los agentes de mudanzas colocan todo en cajas, y en las caras escriben ROSEMAN en letras grandes. Los agentes de mudanzas traen las cajas al camión y las arrastran, como la marea.