La playa engañosa

by Clark Noble

Mis rodillas detienen mi tabla de surf, instintivamente impidiendo la escapada que la corriente le exige. Estoy sentado a menos de doscientos pies de la orilla en Newport Beach, California, en mi traje de buceo. El frío del mar entre mis dedos, el cosquilleo de una brisa en mi cuello. Ahora, el rosa del sol roza las pocas nubes, anunciando el día que viene. Estoy completamente solo. Es difícil creer que en unas horas, animado por el ardiente sol, esta misma playa se convertirá en un desmadre de sombrillas, gaviotas y gente. Gente por todos lados: bajo las sombrillas, dentro del mar, sobre el malecón. Por ahora, no puedo imaginarme allí, rodeado por la sociedad.

Hoy en día, durante la madrugada, digo que la ausencia de gente me da espacio para analizar el mundo a mi alrededor. Sigo el vaivén de las olas en el horizonte con mis ojos. Con mis pies. Con mi alma. Noto un grupo de delfines y cómo ellos disfrutan de su juego íntimo, como jóvenes inocentes. Miro una bandada de charranes buscando peces, coordinando sus movimientos maravillosamente. Una pizca de envidia contamina mi vista.

Mi papá me enseñó la playa cuando yo tenía tres años. Él era un bodyboarder y un día, finalmente, me llevó con él. Inicialmente, yo sólo podía andar por la orilla y jugar con la arena. (Me metí la arena en la boca, por supuesto.) “¿Dónde están tus padres?”, me preguntaban madres preocupadas. No sabía exactamente por qué, pero a pesar de que mi papá estaba en el mar, y yo en la orilla, atesoraba esas mañanas por algo. Pensaba que estar tan cerca de papá mientras él hacía algo tan emocionante para él era, simplemente, una maravilla. Cuando cumplí cinco años, entonces, el día que yo había esperado más que nada finalmente llegó: pude entrar al mar con mi papá. Para asegurarle que era suficientemente grande, hice la prueba de la piscina. Él me tiró en la parte profunda de la piscina diez veces, y yo nadé al borde diez veces. De lo que yo sabía a esa edad, esa era una prueba nacional que todos los niños tomaban. Gracias a esto, nuestros años en la playa, empezaron a ser algo hermoso, incluso más que antes.

Cada mañana, él me despertaba a las cinco, frotando mi cara con su barba incipiente. Comíamos cereal juntos, ambos tratando de frotar el sueño de nuestros ojos. (Compartíamos un amor secreto por el olor del café Medaglia d’Oro). Después de surfear, si teníamos tiempo, íbamos a Dough Boys para comprar un rollo de canela glaseado con chocolate. Siempre me pedía la mordida que supuestamente necesitaba para verificar que mi dona no fuera venenosa. Por unos años, con un bigote de chocolate, me reía tontamente, tratando de evitar el inevitable impuesto.

El tiempo en el carro, hacia y desde la playa, quizás era lo más especial. Al principio, esos veinticinco minutos eran cruciales sólo para recuperar un poco de sueño que ese niño tan chiquito necesitaba. Pero a medida que avanzaban los años, también avanzaba esa intimidad. Empezamos a hablar de mis clases en la escuela, mis amigos, el amor y cualquier cosa que nos importara. Pasábamos mucho tiempo juntos además de esas mañanas, pero eso se sentía demasiado regular; estos minutos eran santificados. Cada mañana, era un poco más fácil relacionarme con mi papá, quien hacía las mismas cosas que yo en el mar. Todavía no sabía, creo ahora, que la intimidad de esta relación tendría que alcanzar un máximo—y caer después.

Con mi papá animándome, me encantó el trayecto para mejorar como surfista. La playa: el cajón de arena en el cual extenderme más allá de mi nivel de comodidad. Mi papá: mi admirador devoto. Cada mañana, cada año, yo podía hacer un movimiento un poco más preciso, añadir un poco más de estilo. Yo seguía creciendo, pero la playa, desde mi perspectiva, era efectivamente la misma. Asumí que mi relación con mi papá, que era tan grande como la playa en mi vida, tampoco podría cambiar tanto. Creo, tristemente, que mi ingenuidad fue mi error más grande.

Ahora, viendo la naturaleza de esta mañana fría, reconozco que la falsedad de esa perspectiva es la que me está molestando. Los delfines se ven exactamente como los de años anteriores, pero seguramente no son los mismos. No puedo identificar un cambio en la forma general de la orilla, pero sé que siempre hay un flujo cíclico de arena—los granos que veo no son los que vi jugando a los tres años. Me parece como un cruel truco de magia, el pretender que nada cambiaba.

Mi padre dejó a mi mamá cuando yo tenía quince años. No se mudó muy lejos, pero se sintió que sí. Toda mi vida giraba en torno a la casa de mi infancia con la que mi mamá se quedó, y en el shock del divorcio supongo que no traté lo suficiente de pasar tiempo en el nuevo apartamento de mi padre. Dejé de surfear tanto.

La chispa que me motivó, dos años después, a volver a surfear con mi padre fue su anuncio de que iba a mudarse a una casa con su novia. Así me di cuenta de cuánto de su vida se me resbalaba de las manos. Ni sabía que tenía una novia. La culpa de no haber intentado más pasar tiempo con él me cayó sobre mis hombros. Y pesaba. Entonces, fuimos a surfear, a ese cajón de arena tan conocido. Inicialmente, sentí que estábamos regresando a nuestra conexión anterior, acercándonos a esos minutos antiguos de manejar a la playa juntos. Pero en ese entonces, desafortunadamente, yo ya tenía mi propio coche. Ya no podía reconocer todos los orígenes de sus pensamientos, o el tipo de café que podía oler en su aliento. Aunque podíamos surfear juntos, ahora era un acto aislado; los contextos normales y cambiados de nuestras vidas ya no podían informar este tiempo anteriormente especial.

Ahora tengo diecinueve años, y lágrimas saladas caen alrededor de mi tabla de surf por la relación que he tenido con mi padre. Me pregunto qué habría sido diferente si él nunca hubiera dejado a mi mamá. Estoy por irme a la universidad. Me pregunto si este cambio hubiera creado el mismo abismo entre él y yo. Me pregunto si cualquier acción que pudiera haber tomado lo habría evitado a la larga. Supongo que debería haber prestado más atención a la ilusión de la playa inmutable.

Quizás esto podría haberme preparado mejor para lo inevitable. No sé. Por ahora, sólo puedo mirar al horizonte, esperar a mi papá, que está cinco minutos tarde, y pensar en cómo mostrarle un poco más de mi vida antes de irme.


Clark Noble is a first-year Yale undergraduate likely majoring in Latin American Studies and Economics. In high school, he enjoyed learning about Latin-American magical realism and doing an economics internship in Peru. He hopes to synthesize further study of development economics with cultural understanding of Latin America. Clark is also a passionate surfer.