Entonces… el mundo por fin se acaba

by Aiden Hall

1. Prólogo (Hace siete años)

Siempre faltaban diez minutos para la medianoche. Incluso ahora, cuando se había hecho tan tarde que había comenzado a considerar abandonar la universidad y trabajar en la tienda de tacos que estaba calle abajo de mi universidad, como siempre según el reloj canario estacionario metido en la parte trasera de los estantes donde estaba trabajando.

Toma una clase de computación, dijeron…

Escribía furiosamente, observando cómo el cursor parpadeaba hacia la derecha, dejando una línea roja ondulada debajo del script de Python que producía.

Será fácil; la programación está "de moda" ahora, dijeron…

Una vez más, presioné el botón de ejecutar. La consola respondió a mi mísero código de cuatro líneas con un error de 47 líneas.

Gruñí entre mis palmas, aplastando mi cara en contorsiones extrañas. “¿Por qué, en nombre de Dios todopoderoso, no funcionará esta estúpida pieza de—”

“Jesucristo, ¿de qué estás hablando?” una voz resonó desde el otro lado de los estantes.

“Nada. Pensé que estaba solo; mi error,” grité de vuelta.

En respuesta, escuché el raspado metálico contra el concreto mientras el dueño de la voz salía de su silla.

“Realmente no hay problema. Creo que lo tengo,” mentí. Pasos resonaron a través de los estantes. Sonaban como si vinieran de todas las direcciones—el techo, la izquierda, la derecha—acercándose más con cada segundo que pasaba antes de detenerse abruptamente.

“Entonces, ¿cuál parece ser el problema?”

Casi salto de mi silla. Una chica de cabello negro corto se había materializado fuera del estante detrás de mí.

“Necesitas advertir a la gente antes de asustarlos así.”

“Parece que es programación,” dijo ella, ignorando mi comentario.

“No es nada, realmente. De todas formas no tengo la menor idea de lo que está pasando en la clase del Dr. Barker; este programa solo no va a hacer mucho para solucionarlo.”

“Hablas demasiado. Y esto está mal.” Comenzó a teclear en mi computadora. “¿Ni siquiera sabes lo que es una tupla?”

“¿Alguien lo sabe?”

Treinta minutos después, habíamos avanzado más en la tarea de lo que había logrado en la última semana.

“Esto es profundamente malo,” dijo ella, sacudiendo su cabeza.

“Mira,” entonces me di cuenta de que no sabía su nombre.

“Camila.”

“Camila, solo necesito pasar. No estoy intentando sacar una A.”

“Eso no va a suceder.” Sacó un bolígrafo de su bolsillo trasero y comenzó a escribir números en mi cuaderno. “Llámame una vez que termines con esto y veremos qué podemos hacer.”

2. La llamada (Hace ocho meses)

Recibí la llamada a las 4:00 de la tarde. No hubo identificador de llamadas; fue de un número desconocido.

“¿Javi?” Supe de inmediato quién era.

“¡Camila! No hemos hablado por taaaanto tiempo. ¿Cómo te va?”

Unos momentos de silencio pasaron entre nosotros. “¿Camila?”

“Javi, ¿te preocupa el fin del mundo?”

Me levanté de la mesa en la que estaba trabajando dentro de la biblioteca. “Eh, un momento mientras recojo todas mis cosas. Ahora te contesto.” En aquellos días, sólo sabía dos verdades: 1. Los que proclamaban el apocalipsis siempre se equivocaban, y 2. Camila no se equivocaba. Jamás.

“¿Se trata esto de las armas nucleares que Rusia está instalando en el espacio?” Pero una parte de mí sabía que esa amenaza aún no había vuelto a una emergencia. Uno de mis contactos en el Pentágono me habría avisado si eso fuera el caso.

“No.”

“¿Por fin los iranios han alcanzado capacidades nucleares?” Eso aún no estaba en las noticias, pero con las tensiones entre los países aumentando, no me habría sorprendido.

“Tampoco.”

“Entonces, ¿quién está al abismo de destruir a toda la humanidad con uranio?”

“Nadie. Javi, he visto documentos, algunos publicados y algunos no, que sugieren que Inteligencia Conectada ha desarrollado IAG. Están listos para lanzarla dentro de los próximos seis años.”

“Camila, para los que no tienen sus doctorados, ¿qué me cuentas?”

“Tengo razón para creer que la IA ha superado lo que todas mis colegas pensaban posible. Cuándo lancen el producto, es muy probable que la inteligencia artificial reemplace a muchos de los trabajos de guante blanco que tú y yo conocemos.”

“Espera…y ¿estás completamente segura?”

“Sí.”

“Y ¿qué más? A pesar de cuánto me alegraría recibir una llamada de tí sin tener el pretenso del apocalipsis sobre nuestras cabezas, sé que no solo me has llamado para intercambiar cortesías.”

“Vas a recibir una llamada dentro de los próximos tres días. Un magnate de bienes raíces te va a entrevistar. Querrá entender tus filosofías acerca de cómo se debería cambiar la sociedad para sobrevivir esta gran disrupción de IA. Estamos pensando en crear nuestro propio grupo equipado para seguir si todo se va a la mierda. Creo que tus opiniones podrían ser útiles para la formación de tal comunidad.”

“¿Cuánto dinero hay disponible para este proyecto?”

Otra pausa. “Al menos cien millones de dólares. Tal vez más; depende de cuántos billonarios están preocupados por lo que la Inteligencia Conectada sea capaz de hacer. Pero no se lo menciones. Es un poco privado con sus ganancias. Tú sabes cómo son.” Escuché ruido en el fondo. Alguien le estaba hablando a Camila sobre algo urgente. “Eh…me tengo que ir. Alguien necesita algo. Te mando la lista de todo lo que necesites para prepararte. Te llamo mañana.”

“Ciao.” La línea se desconectó.

Camila le juro a Dios no puedes soltarme tales cosas. Tengo tarea. Investigaciones. Negocios.

¿Por qué se tiene que acabar el mundo en el peor momento? ¿Por qué no dentro de 80 años, o, aún mejor, 180.

Pero el mundo sí se iba a acabar, y el apocalipsis no operaba en mi horario sino la cronología del firma más grande de la inteligencia artificial.

3. ¿Aceptas el apocalipsis? Pincha “yes” o “no” (Hace ocho meses)

Me fui de la biblioteca caminando hacia mi piso. Antes de la llamada, el clima había estado fresco—frío como cualquier otro día de otoño—pero después todo se volvió más ominoso.

En la acera había niños jugando, abrigados con sus chaquetones de plumas sin cuidado en el mundo. Al otro lado de la calle, una mujer discutía con alguien en el móvil. Hacía gestos molestos mientras la otra persona en la llamada hablaba.

Saber que el mundo iba a acabar me ofrecía una perspicacia totalmente inservible. Todos parecían pegados completamente en un mundo temporal sin darse cuenta de que perdieron tiempo valioso viviendo para los demás—sus jefes, padres, maridos, hijos— que su existencia iba desapareciendo, pieza por pieza.

Al llegar a mi piso, no pude lograr saludar a mi vecino mientras se iba para la tienda. Por un lado, no podía hablar con nadie sin advertirles de que todo iba a cambiar dentro de menos de una década. Por otro, ¿quién me iba a creer? Y si me creyeran, ¿qué tenían ellos que ver con el dilema que me había dado Camila?

Y en ese sentido también, me sentí solo. Abandonado por la única persona que podría entender todas mis emociones conflictivas sobre el fin del mundo. Pero, al fin le daba igual mis sentimientos. Tomé un vaso de agua, bebiéndolo con tres tragos grandes antes de dejarlo vacío en el mostrador. El líquido no tranquilizó mis pensamientos agitados. Mi móvil vibró contra mi muslo. Al revisarlo, noté que Camila me había enviado un enlace que me llevó a un blog de Samuel Zapata, el director ejecutivo de Inteligencia Conectada.

¿Uno de los hombres más poderosos del mundo escribe…un blog? Había algo oscuramente cómico en el hecho de que el hombre que supervisaba el fin del mundo también llevara una especie de diario digital para que todo el mundo lo viera.

Apague el móvil. No hay que leer esto. No le debo nada a nadie. Si el mundo se va al diablo, ¿entonces por qué demonios querría pasar mis últimos años de libertad luchando contra lo inevitable? ¿Por qué debería dejarme arrastrar por esos multimillonarios preppers del apocalipsis que no tienen nada mejor que hacer con sus vidas? Tengo cosas mucho más relevantes que podría estar haciendo.

“¡Esto es una locura!” grité en voz alta. “Esto,” le hice gestos al móvil, “dejaré aquí. Yo decido cuando me involucro en las cosas. ¡Yo!”

Lo dejé en el mostrador de mi cocina. Me fui a duchar.

Una media hora después, había abierto el enlace y estaba absorbiendo cada palabra.

Estabamos. Jodidos.

4. La nueva orden mundial (Hace ocho meses)

Para entender el blog de Samuel Zapata, había que entender al director ejecutivo como persona. Pero, aunque todos conocían el hombre de negocios detrás de Inteligencia Conectada, eso no significaba que conocieran a Samuel.

Yo nunca había asistido a ninguna institución pública. Las noticias habían convencido a mi madre de que los colegios públicos eran bastiones del comunismo y decadencia, y a mi padre le daba igual a cuál secundaria asistiera. Para mis primeros años de colegio, asistí a una escuela primaria pequeña edificada en medio de un bosque. Me acordé de los veranos cuando se podían observar venados pastando el césped silvestre. Pero qué rápido llegaban los inviernos—los píos alegres de los pájaros nativos desaparecían, y lo único que nos quedaba era un campo blanco, cubierto por nieve. Después de que todas las hojas habían partido de los árboles, se hizo aparente que la manta de nieve se extendía por kilómetros en cada dirección, tapando hasta las lomas más lejanas. La escuela primaria estaba tan aislada que me puse a pensar cuánto tardaría el resto del mundo en darse cuenta si las calefacciones fallaban y todos nos congelábamos hasta morir.

En el instituto, como todos los adolescentes, desarrollé un sentido muy agudo de las clases sociales. Las distinciones entre los grupos eran más evidentes en los pasillos. Había hijos de los políticos a los lados de los hijos de los parvenus, cuyos padres escribían las leyes dictadas por los padres del segundo grupo. Había hijos de celebridades con una auto-obsesión que rivalizaba con la de sus padres. Y había estudiantes con un linaje más puro que los demás—venían de riquezas más antiguas. Casi nadie sabía de dónde venían sus fortunas, y nadie preguntaba. Ellos, los de una buena familia, solían pasar tiempo consigo mismos; eran un grupo insular que existía tanto como refugio de los chismes cotidianos como una sociedad elitista.

Cada arquetipo tenía sus problemas. Los parvenus sufrían de un complejo por sus inseguridades financieras; gastarían todo el dinero del mundo para demostrar lo poco que les importaba. Los hijos de celebridades vivían en pena por solo existir en la sombra de sus padres. Los políticos sabían que solo podían asistir al instituto porque a sus padres les hacía falta todo tipo de moral. Pero los de una buena familia tenían un defecto más profundo que los demás: no conocían ni el querer ni el deseo.

En esta vida, el que tiene todo es Dios.

Por ese razonamiento, se habían convencido de que eran dioses.

Samuel Zapata era de buena familia. Su padre heredó mucha tierra en California y su madre era la heredera de una fortuna de una empresa farmacéutica que había establecido su bisabuelo. Vino de tanto dinero que sus chauffeurs tenían chauffeurs y sus sirvientes, sirvientes.

Y se creía Dios.

El blog de Samuel presentó su visión para el futuro. Quería una mezcla entre el capitalismo y el socialismo. Quería vivir en un mundo en que la raza humana y la inteligencia artificial pudieran coexistir en una relación simbiótica—un mundo en que la pobreza fuera eliminada con deflación masiva de la moneda actual facilitada por su IA. Y, finalmente, quería lo mejor para la humanidad, con tal de que lo mejor beneficiara a Inteligencia Conectada.

Al leerlo, le envié un mensaje a Camila: ¿Crees que sabe Samuel que la deflación arruinaría la economía? Su ideología…es incoherente.

En los siguientes segundos recibí una respuesta: Sí. Lo sabe. Solo hace algunos meses que lanzó MonedaGlobal, su propia criptomoneda. El blog no es su manifiesto. Es propaganda para saciar la curiosidad de sus acólitos. El fin no será accidental.

5. ¿Quién creerá la nueva sociedad? (Hace tres años)

El cielo es un lugar, de eso estaba seguro. Pero el cielo es un lugar sin hombre. Una vez que el hombre pase por esas puertas doradas, ya no será más el cielo.

Había estado, una vez, aunque me llevó demasiado tiempo darme cuenta. El sol me quemaba la espalda. Los tentáculos de los rayos UV atravesaban el zinc de mi protector solar. Podía sentir prácticamente los melanomas formándose justo debajo de la superficie de mi dermis. Acababa de ir al baño y estaba de camino de regreso al pueblo. A lo lejos, más allá de arbustos secos y esparcidos que sobresalían de la tierra tan agrietada como mis labios, había pequeñas cabañas, kibandas, con paredes de arcilla roja y techos de pasto amarillo para techos. Cada hogar estaba colocado al parecer al azar, algunos cerca, otros más lejos: la antítesis de los suburbios estadounidenses con sus líneas estériles y bloques atomizados.

Encontré al resto de los voluntarios de desarrollo comunitario en la kibanda central. "¿Por qué esa cara larga, Paul?" le pregunté al hombre que estaba en el centro de la cabaña. Los otros tres voluntarios estaban de espaldas al perímetro de la cabaña. "Creo que vamos a tener que llamar a médicos. Lo que tenía Kampire, parece que Mushikiwabo lo ha contraído también." Paul se pellizcaba la camisa distraídamente, el logotipo del Cuerpo de Paz se había desprendido en gran medida. "Pensé que no era nada de qué preocuparse." "No lo era. Pero Kampire no parece capaz de levantarse de la cama, y su tos está empeorando. Algunos dicen que suena a tuberculosis, pero pasará un tiempo hasta que podamos confirmarlo."

Una contagio estaba entre nosotros, de alguna manera logrando entrar en el pueblo a pesar de que el centro urbano más cercano estaba a casi treinta kilómetros de distancia. Era una perturbación tan pequeña: primero Kampire y luego Mushikiwabo, ¡pero qué rápido podrían desmoronarse las cosas!

6. ¡Arreglate conmigo para el apocalipsis! (Hace ocho meses)

El sábado recibí otra llamada sin identificador de llamadas. Esta vez, no reconocí la voz suave al otro lado de la línea.

“Digáme.”

“¿Hablo con Javier Carlos-Aguilar?”

“Sí señora.”

“Por favor permanezca en la línea mientras le conecto con el Sr. Perón.”

Escuché algunos clics, y de repente una voz ronca me estaba hablando. “Camila me ha dicho que usted podría ser valioso para nuestro proyecto.” Se quedó en silencio por un momento, como si esperara la respuesta a una pregunta que no había hecho. “Entonces, cuénteme Sr. Aguilar, ¿cuánto le preocupa el fin del mundo?”

En los primeros meses después de la llamada de Camila, traté de seguir viviendo mi vida normal. Fui al trabajo, asesoré al Sr. Perón y, sobre todo, no entré en pánico. Pero, gradualmente empecé a ahogarme en mi culpabilidad. Estaba ahogándome delante de todos, y nadie lo podía ver porque estábamos atrapados detrás de una muralla—ellos atrapados detrás de la parte para los que aún no sabían—y yo en la otra con una población de menos de una docena.

Solo reconocí mi descenso a la locura cuando el empleado del supermercado que me estaba cobrando me preguntó si quería que me embolsara la compra.

"Los gerentes dicen que tenemos que cobrar por las bolsas, pero siempre he dicho que el gobierno es una estafa, y que me condenen si voy a ayudar e instigar su robo."

Lloré —no las lágrimas silenciosas de la persona que recuerda todo lo que ha perdido, sino los sollozos agudos y violentos de la persona que sabe cuánto más tiene que perder.

Me empecé a recluir con más frecuencia para evitar el contacto visual. No podía mirar los ojos de los demás sin estar abrumado por una tristeza indescriptible. Trabajé desde mi piso hasta que ni siquiera pude aguantar eso. No salía de compras. No visitaba ni a mis amigos ni a mi familia. Mi única conexión con el mundo exterior era por el módem ubicado en el centro de mi sala de estar.

Un día, en un momento de paranoia, estrellé el módem para que Samuel dejara de verme en mi estado de vergüenza. No me atreví a salir del piso después de eso por mi preocupación por ser visto. Porque, a pesar de vivir en soledad, las miradas de las ventanas y paredes y aparatos electrónicos me habían puesto a picar. Había un pecado enterrado profundamente en mi carne que, razonaba, con suficiente rascado podría eventualmente liberar. Pero en aquellos días, no estaba listo para que el público viera mi forma casi purificada con sus llagas y heridas autoinfligidas.

7. ¡Eso es una LOCURA! Tipo, realmente salvaje. (Hace un mes)

Empecé con Zofran, una pastilla tiza aproximadamente del tamaño de una semilla de mostaza usada para ayudar a los pacientes de quimioterapia con su náusea. Ayudó a asentar mi estómago. Y luego fue Valium para alinear mis pensamientos esporádicos. Y luego anfetaminas para el agotamiento. No estaría dormido cuando el mundo finalmente terminara. El hombre al final de la calle juró que su producto era puro. Pero aún así, comencé a tomar naltrexona antes de drogarme para prevenir una sobredosis de fentanilo. Pero eso me causaba náuseas, lo que significaba más Zofran. Cada día era una neblina. Estaba ahí. Y no estaba. Comencé a despertar en lugares extraños. Primero el sofá. Luego la cocina. Luego la calle. Era como si el mundo hubiera acelerado a un borrón ininteligible.

Creo que fui al hospital una vez. El doctor me preguntó qué estaba consumiendo. Pero había algo en su entonación. La forma en que sus labios forzaban sonidos tan antinaturales como "arritmia", "intubación" y "putos adictos", que me enviaron a un ataque de risa en la camilla del hospital. Cuando finalmente recuperé la compostura, croé mi respuesta: "Todo". Pero mi lengua, un órgano inútil si alguna vez hubo uno, se alojó firmemente entre mis dientes, causando más un sonido de ahogamiento estrangulado que una aproximación del habla.

Un día, vi la verdad del mundo. Qué causó mi revelación estaba más allá de mí. Pero sabía el momento exacto en que el mundo terminaría. Era tan claro; no tenía idea de cómo podría haberlo pasado por alto antes. Cerré los ojos. Cuando los abrí de nuevo, había comprado boletos. Los cerré de nuevo. Estaba en el avión. Y los cerré una última vez…

8. Entonces…el mundo por fin se acaba (Hace una semana)

Me desperté en un campo dorado. La hierba, que me llegaba hasta la cintura, se balanceaba con la cálida brisa de verano. Un par de cardenales subían y bajaban con el cambio de la corriente en el cielo despejado. El último vestigio de sociedad que había visto fue cinco años antes en Puerto Viejo de Talamanca.

Si entrecerraba los ojos, casi podía distinguir la forma de un Boeing-747 surcando el cielo. Todavía enviaban aviones con la esperanza de que alguno de los sobrevivientes los siguiera hacia un destino cierto. Pero yo no lo haría, yo sabía más.

Me incorporé hasta quedar sentado. Pronto tendría que ir a pescar; la estación seca se acercaba rápidamente. Sin embargo, mientras estaba allí sentado, observé una hormiga que se arrastraba por mi gemelo llevando consigo la parte desprendida del cadáver de algún insecto desconocido. Mientras se arrastraba distraída sobre mi piel, sentí una conexión con la criatura. Ella también venía de un mundo en el que todo tenía sentido. Un mundo en el que su existencia llenaba un nicho exacto que sus hermanos tenían para ella. Casi instintivamente, la recogí. La hormiga, enfadada por su repentino desplazamiento, mordió la punta de mi dedo, haciendo que se hinchara y enrojeciera.

Con tanta relativa facilidad, yo, Dios para la hormiga, había decidido que el nuevo lugar de la hormiga ya no era con la colonia sino conmigo. Y aunque la hormiga añorara a sus hermanos, aprendería a apreciar mi compañía.

Y así, el mundo finalmente se acabó.

Fin. ¡Ojala les guste!


¡Hola! Soy Aiden (él) y actualmente soy un estudiante en Yale estudiando bioingeniería. Soy un miembro de Branford College, y espero graduarme en 2027. Me fascinan todos tipos de ciencia, y cuando no estoy en el laboratorio, usualmente se puede encontrarme leyendo artículos de la institución nacional de salúd (la NIH). A veces, especialmente cuando estoy tratando de interpretar sentimientos complejos, escribo ficción. Ojalá le guste.