by Pierina Pighi Bel
Tengo la sensación de que en Nueva York existe un pacto implícito muy fuerte—más que en otras ciudades—de no hacer contacto visual y tampoco mirar con mucha atención a nadie en el metro. El área a la que una puede dirigir los ojos tiene límites casi físicos, casi como muros de concreto. Entonces podría resultar sospechoso—o raro, por lo menos–que yo esté ahorita mirando con atención a los pasajeros: a la señora de cabello gris que está durmiendo con la cabeza apoyada en una baranda de fierro, con los audífonos puestos y sosteniendo apenas el celular con las manos. Yo estoy tan cansada que seguro yo sería ella, la señora durmiente, si no estuviera escribiendo esto. Si no estuviera mirando también al señor de su costado, otro que va durmiendo, pero sin apoyar la cabeza en ningún sitio, por lo que se le balancea como la de esos muñecos de perritos. Se abraza a su mochila negra sobre sus piernas como si le sirviera para mantener el equilibrio. Cualquiera podría arranchársela y salir corriendo. Si bien también podría ser yo—he sido—ese pasajero que se duerme y mueve la cabeza como perrito, definitivamente no sería potencial víctima de robo como este hombre pues siempre me aseguro de atravesarme bien la mochila y guardar cualquier cosa en el bolsillo más hondo apenas voy sintiendo la más mínima caricia algodonada del sueño. Tampoco podría ser yo como el joven al lado del señor durmiente, moreno con bigotes y un polo negro ajustado que va escuchando algo en su celular con sus audífonos puestos. No sé cómo logra oír cualquier cosa con tanto ruido que hace el metro. Mucho menos sería yo como la pareja heterosexual que van apoyados el uno en el hombro del otro, pero mirando cada uno su celular. Necesito atención, así que probablemente yo le diría a mi acompañante que por favor mirara su celular en otro momento. Pero definitivamente tampoco sería como la última pasajera de esta fila—una mujer con un saco beige elegante, una cartera negra grande y una bolsa aún más grande de TJ MAXX—porque lleva unos loafers de tipo slippers, así me dice Google que se llaman, unos zapatos que me parecen muy feos desde que se los vi puestos a una mujer que me cae muy mal y que seguro no se preocuparía por la pobre gente que se queda dormida e indefensa en el metro. El resto de pasajeros lleva zapatillas deportivas, así que me siento más identificada con ellos. Me identifico también con una mujer de la fila contigua, que lleva un abrigo de felpa tan peludo y grueso que toda ella parece un osito. Un osito de peluche. Yo también quiero ser un mamífero gordo y peludo apenas empieza el invierno. Esta señora se da cuenta no solo de que la estoy mirando sino de que estoy tomando notas. La mirada que me devuelve no tiene nada de peluche tierno. Parece un reproche por romper el pacto implícito. Lo gracioso es que horas después, cuando trataba de recordar su mirada y su cara, mi memoria visual completaba su abrigo de felpa y le agregaba una capucha y orejas redondas a la mitad de la cabeza: lo convertía efectivamente en un disfraz animalesco. Ahora dudo: ¿era un abrigo o un disfraz? ¿de verdad vi en el metro a una señora disfrazada de osito? Si yo saliera disfrazada así, no me gustaría que nadie me estuviera mirando, que se atreviera a romper el pacto implícito. Por eso también a veces me pregunto si esa norma más que un límite no es tal vez una manera de cuidar la libertad que tenemos en esta ciudad de salir vestidos como nos da la gana, de ser lo que nos da la gana, esa libertad tan única y tan preciada y que hasta ahora casi no he visto en ningún otro lugar.